Diciembre de 2019
En respuesta a las preocupaciones de los inversores sobre el estado de la economía mundial —que este verano se materializaron en una última caída de las rentabilidades de los bonos y en un inicio de corrección en los mercados bursátiles—, los bancos centrales les transmitieron este otoño el mensaje que tanto ansiaban oír: podían contar de nuevo con ellos. El 60 % de los bancos centrales a escala mundial recortó sus tipos de referencia en el tercer trimestre, un esfuerzo sincronizado que no se observaba desde 2009.
En el marco de esta flexibilización monetaria generalizada, el Banco Central Europeo reanudó sus programas de compras de bonos por 20.000 millones de euros al mes a partir del 1 de noviembre. En cuanto a la Fed, tras su intento fallido de normalización monetaria del año pasado y su postura de espera adoptada este año, acabó por reanudar también las políticas de relajación cuantitativa sin llegar a reconocerlo abiertamente. En efecto, se comprometió a efectuar compras mensuales de bonos del Tesoro por valor de 60.000 millones de dólares.
En medio de este contexto de volver a recurrir de forma masiva a la artillería monetaria, el apaciguamiento de las tensiones comerciales entre China y Estados Unidos actuó como catalizador, provocando entre los inversores un retorno generalizado de la confianza y un fin de año bursátil por todo lo alto. Los mercados de renta variable pudieron finalmente romper el techo de cristal que les había confinado hasta entonces a la mera reparación de los daños sufridos en 2018 (véase nuestra Nota de septiembre, «Caminos que no llevan a ninguna parte»).
Lógicamente, aumentamos la exposición de nuestras carteras a esta rotación durante el trimestre para captar su dinámica. Sin embargo, quisimos mantener la estructura de construcción de las carteras de renta variable, claramente orientada a las empresas de crecimiento con muy buena visibilidad. Esta fuerte convicción merece una explicación.
En primer lugar, cabe destacar que la «financiarización» de la economía, especialmente en Estados Unidos, justifica desde hace unos veinte años que los bancos centrales sigan muy de cerca la evolución de los mercados financieros. Los márgenes de maniobra de los equipos directivos de las empresas están legítimamente correlacionados con su cotización en bolsa y, sobre todo, los consumidores estadounidenses acumulan en la actualidad una proporción mayor de sus ahorros en activos financieros en detrimento de los activos inmobiliarios. La trayectoria positiva de los mercados financieros apuntala así la confianza de los consumidores y el crecimiento, y viceversa. Por ello, la Fed busca sin complejos la subida de los índices bursátiles estadounidenses y se ha convertido en el aliado objetivo y fiel de los inversores. Por si fuera necesario, los doce últimos meses lo han vuelto a demostrar: la caída de los mercados de renta variable en 2018 obligó a la Fed a renunciar rápidamente a su intento de normalizar su política monetaria.
Gracias al apoyo manifiesto de los bancos centrales, el repunte de los mercados bursátiles viene lógicamente acompañado de un aumento de la confianza en la economía —lo que fomenta una rotación sectorial beneficiosa para los sectores más cíclicos—, así como de una ligera subida de los tipos de interés. Como consecuencia de este retorno a la prosperidad, los inversores se ven tentados en la actualidad a posicionarse de cara a una repetición en 2020 de los miniciclos de recuperación económica experimentados en 2012/2013 y 2016/2017.
No estamos en absoluto convencidos del potencial de esta recuperación cíclica, lo que constituye una primera explicación al mantenimiento de un posicionamiento orientado al «crecimiento».
El fenómeno no es nuevo: desde hace diez años, en cada episodio de amenaza importante de desaceleración económica, el miedo a la recesión ha provocado una respuesta monetaria contundente capaz de causar el repunte de los mercados. A lo largo de los años, muchos inversores han relegado el análisis económico a la categoría de perfeccionamiento complementario o incluso de falso amigo. A la inversa, se impusieron los análisis técnicos o cuantitativos basados en el principio de que las mismas decepciones económicas producen siempre, en última instancia, los mismos efectos positivos para los mercados.
Esta lógica se ha reforzado a lo largo de los años. No en vano, la subvención sin fin del capital por parte de los bancos centrales ha permitido que se perpetúe el sobreendeudamiento de los Estados y que las pymes —que habrían sucumbido hace mucho tiempo si hubieran tenido que financiarse en condiciones normales— crezcan y sigan invirtiendo, contentándose con umbrales de rentabilidad muy reducidos. Así, la recesión se ha ido adentrando cada vez más en el terreno de lo prohibido, sobre pena de provocar una crisis de crédito en importantes áreas en los sectores tanto públicos como privados de las principales economías desarrolladas. Por lo tanto, los mercados pudieron volver a apostar con confianza que este año los bancos centrales (con el añadido de que Donald Trump, por otras razones, también desea a toda costa evitar una recesión en 2020) harían lo que fuera necesario para orquestar un aterrizaje suave de la economía mundial.
Sin embargo, este deus ex machina sistemático que permite evitar cualquier ralentización cíclica de envergadura tiene un precio: contribuye a reducir el potencial de crecimiento a medio plazo. La garantía hasta el infinito de unos tipos de interés muy bajos o incluso negativos alienta la inversión financiera en detrimento de la inversión productiva y favorece el endeudamiento, sacrificando el crecimiento futuro en pro de evitar cualquier recesión en la actualidad.
El crecimiento económico se vuelve débil desde el punto de vista estructural, con ciclos cada vez más cortos y anémicos, y las empresas capaces de registrar un crecimiento en sus resultados a largo plazo en este contexto son cada vez más escasas: estas empresas son nuestra prioridad.
La desaceleración económica prolongada y la burbuja de liquidez refuerzan nuestras convicciones a largo plazo
Esta huida hacia adelante institucionalizada ha alimentado una suerte de burbuja general de liquidez: mientras que el crecimiento económico se estanca desde hace diez años, el precio de todos los activos financieros se ha disparado inexorablemente como consecuencia de la caída de los tipos de interés. En la actualidad, ha quedado patente que esta burbuja alimenta una fragilidad global de los mercados y que esta divergencia con la economía real ha empezado a generar unas consecuencias de gran calado en los planos político y social. No obstante, cabe destacar asimismo otra consecuencia que refuerza el sentido de nuestra estrategia de inversión global.
Esta burbuja debe distinguirse de una burbuja especulativa: los mercados no se ven impulsados en la actualidad por un afán de ganancias desorbitado, como en 2000 o 2007, sino más bien por la necesidad de los ahorradores de posicionar sus excedentes de liquidez de tal forma que registren unas rentabilidades razonables con unos niveles de riesgo aceptables. La dispersión creciente de las rentabilidades en el segmento de la deuda corporativa da fe de ello: esta clase de activos sigue recibiendo flujos positivos, si bien estos se concentran cada vez más en los emisores de buena calidad, mientras que el segmento de mala calidad o junk empieza a registrar los primeros incidentes. Lo mismo sucede en los mercados de renta variable, donde hemos podido constatar que, si bien desde hace algunas semanas se ha producido un cierto repunte del optimismo sobre el ciclo económico, ello no ha impedido que los valores de crecimiento de gran calidad mantengan su evolución. Por ejemplo, los precios de las acciones de Microsoft, Apple, LVMH, Hermès o L'Oréal alcanzaron sus máximos históricos en noviembre. Incluso en los sectores cíclicos, los sectores a buen precio confrontados con dificultades estratégicas importantes, como es el caso de la industria automovilística, el sector bancario o el de la distribución tradicional siguen registrando rentabilidades considerablemente inferiores a los sectores cíclicos más sólidos, como el de los semiconductores o el de los equipos electrónicos.
Así, el fenómeno de la burbuja de liquidez, incluso si se mantuviese y siguiese alejando a los mercados financieros de la realidad económica, no perjudica en absoluto la evolución de los valores con rentabilidades económicas superiores, sino todo lo contrario.
Por último, la desaceleración prolongada en la que se inscriben los miniciclos económicos se acompaña lógicamente de una presión creciente sobre la rentabilidad económica de las empresas, también en Estados Unidos. Gracias a la magia de la ingeniería financiera y las recompras de acciones, este fenómeno ha quedado disimulado de momento en el seno de las grandes empresas cotizadas. Los resultados por acción del índice S&P 500 se sitúan en la actualidad muy próximos a sus máximos históricos.
No obstante, la contabilidad nacional pone de manifiesto que el ritmo de crecimiento de los resultados del conjunto de empresas estadounidenses no financieras (publicados por el Bureau of Economic Analysis) registra una tendencia a la baja desde hace diez años. En octubre, este ritmo cayó incluso al -4,9 % tras registrar un -1,1 % en septiembre. El fenómeno es similar en Europa, según datos de Eurostat. China, por su parte, sigue la misma tendencia, y las estadísticas publicadas en noviembre confirmaron la caída de los beneficios industriales iniciada a principios de año (-10 % en octubre, tras registrar un -5 % en septiembre y un -2 % en agosto).
Así la capacidad de mantener los márgenes a través de los ciclos representa más que nunca un argumento de diferenciación a largo plazo. Constituye una razón adicional que justifica nuestro estilo de gestión a largo plazo.
La revolución tecnológica presenta importantes oportunidades de inversión
Mantenemos la convicción de que la identificación de modelos económicos capaces de conllevar un fuerte crecimiento de las capacidades de generación de beneficios en los próximos cinco o diez años es la manera más sólida de obtener rentabilidades a largo plazo.
Estos modelos no exigen plantear la hipótesis de un aumento de las valoraciones (incluso podrían permitirse una disminución de los múltiplos de valoración) y se adecúan a la perfección a un entorno caracterizado por ciclos de escasa amplitud y un crecimiento económico mediocre. Sin embargo, estamos convencidos de que, globalmente, la revolución tecnológica en curso tiene la misma magnitud que la revolución industrial del siglo XIX, por lo que presenta importantes oportunidades para las empresas que sepan monetizar sus aplicaciones.
Por citar solo algunos ángulos de enfoque, los avances en el ámbito de la inteligencia artificial, potenciados por el auge de las bases de datos disponibles —que, a su vez, han proliferado mediante la comercialización masiva de smartphones—sus aplicaciones que potencian el software de realidad virtual, que no se limita al ámbito de los videojuegos (cuyo uso dentro de las redes sociales dispara el potencial), sino que también tiene cabida en el ámbito de la sanidad o la educación, sin olvidar la revolución de los hábitos de consumo y de comunicación... todas estas ramificaciones de la revolución tecnológica actual dan una idea de lo que un análisis muy riguroso debe ser capaz de transformar en oportunidades de inversión a largo plazo prometedoras. Esta es la convicción que subyace a nuestro estilo de gestión.
Hace exactamente un año, concluimos nuestra nota con esta frase: «Llegará un momento en el que los bancos centrales deberán izar la bandera blanca y renunciar a la consecución de sus programas de normalización de la política monetaria. En ese momento, la perspectiva del retorno a una política de reactivación beneficiará a los activos de riesgo». Para sorpresa general, la capitulación se anunció un mes más tarde, y 2019 demostró así ser un año muy favorable para todas las categorías de activos.
El año 2020 se anuncia sin duda diferente, ya que el repunte del optimismo ha vuelto a impulsar las valoraciones de los activos de riesgo a niveles que dejan poco margen para las decepciones. La «burbuja generalizada» no anticipa su estallido inminente, pero aumenta considerablemente las dificultades que enfrentarán los mercados en caso de revés. El reposicionamiento de los inversores de cara a una recuperación cíclica en 2020 descuenta que los datos de consumo de EE. UU. no decepcionarán (a pesar de que los bancos han empezado a endurecer las condiciones del crédito al consumo y de que la creación de empleo se estanca). También plantea la hipótesis de que la «recesión de los beneficios» planteada anteriormente no generará estrés en los mercados de crédito. Por último, cuenta con una reducción sostenida de las incertidumbres comerciales, políticas y geopolíticas. No estamos tan seguros de que vaya a producirse una recuperación generalizada de semejante calado, y la gestión de riesgos de mercado puede resultar importante en 2020 en caso de turbulencias. Sin embargo, detrás de esta gestión activa de la beta, el núcleo de la rentabilidad de nuestros fondos seguirá basándose en nuestra sólida generación de alfa, tanto en los mercados de renta variable como en los de renta fija y deuda corporativa. En este contexto, nuestra preferencia estratégica en el universo de la renta variable por los valores de crecimiento con una gran visibilidad no constituye en absoluto una suerte de perogrullada derivada del sentido común, sino un importante catalizador de la rentabilidad muy exigente y que, en nuestra opinión, merece más la pena que sucumbir a los cantos de sirenas del corto plazo.
Fuente: Carmignac, Bloomberg, 29/11/2019